En los equinoccios, la trayectoria aparente del Sol en torno a la Tierra intersecta el plano ecuatorial celeste, y el eje terrestre y la línea que une el centro de nuestro planeta con el de la estrella forman exactamente un ángulo recto. De ahí que las duraciones del día y de la noche se igualen en los puntos equinocciales y que éstos sean denominados así (del latín aequus, 'igual', y nox, 'noche').
Tal igualdad, como también la "rectitud" del ángulo que abarcan el eje polar y la alineación Tierra-Sol, evocan las ideas de equilibrio y justicia. De alguna manera, el tránsito por el equinoccio de otoño es una "hora de la verdad". En ella, el Sol se hunde por debajo del ecuador de los cielos y se dirige a la "hora final" del solsticio de invierno. En nuestras tierras habrá cada vez menos luz y calor, y la Naturaleza se irá revistiendo de tonos más y más pardos, de imágenes más y más desnudas... Es un tiempo de repliegue en el gabinete alquímico, de contemplación de una oscuridad creciente en lo que ella simboliza: el camino hacia el fin del ciclo y el alba de otro tiempo aún por nacer.
La Fageda d'en Jordà. Óleo sobre lienzo de Manuel Candón (2007)
Como escribía un autor anónimo hablando sobre el ángulo recto equinoccial:
"Conformamos una entidad, en el seno de la cual lo individual se transmuta, la forma se trasciende, las ideas se desvelan y actualizan al ser invocadas, y el Principio sintetiza todo en sí mismo." (Siete Maestros Masones, La Logia Viva)
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