Eratóstenes recoge también la tradición según la cual la constelación de Tauro sería una vaca réplica de Io, hermosa muchacha de la ciudad de Argos de la que se enamoró Zeus y a la que transformó en una ternera blanca para salvarla de las iras de la celosa Hera. Añade el autor que las Híades, el cúmulo de estrellas que envuelve el hocico de Tauro, son unas ninfas de Dodona que criaron como nodrizas a Dioniso y que “entregaron al niño a Ino, por miedo a Hera, cuando Licurgo se puso a perseguirlas porque estaban en compañía del dios y se dedicaban a cultivar la vid.” En el mundo romano, Tauro estaba consagrado a Baco; durante las festividades del dios, se llevaba un toro ornado por guirnaldas de flores en torno al cual bailaban muchachas que representaban a las Híades y a sus hermanas las Pléyades.
En el antiguo Egipto se identificó a Tauro con Osiris, representado como un dios-toro, y también con Isis, la cual era figurada como una diosa-vaca. En la tradición hebrea se relacionaba a la constelación zodiacal con un buey y en Persia, con el toro de Mitra.
A Tauro se le reconoce principalmente por Aldebarán, la estrella gigante roja, fría y muy antigua que luce en uno de los ojos del toro, así como por el cúmulo de las Pléyades que se encuentra en el lomo del animal. Las Pléyades eran hijas de Atlas, y se dice que Artemisa las elevó al cielo para que pudiesen escapar de la persecución amorosa de Orión. En la antigüedad griega se les llamaba heptásteras, siete estrellas, aunque una de ellas es muy tenue y sólo se divisan seis Pléyades a simple vista. Eratóstenes cita que estas últimas se unieron a dioses mientras que aquélla se desposó con un mortal. Arato escribe que los nombres de las siete Pléyades son Alcíone, Mérope, Celeno, Electra, Estérope, Taígete “y la venerable Maya”, la madre de Hermes, y que “son célebres por dar vueltas tanto por la mañana como por la tarde, gracias a Zeus, que las hizo señalar el comienzo del verano y del invierno y la llegada de la labranza.”
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